23 marzo 2016

El tesoro secreto de la luz



Palmeral. Óleo sobre lienzo - 54 x 63 cm

Con quince años ya era uno de esos adolescentes raros que en vez de colgar un póster de Alfredo Di Stéfano tenía uno de Picasso octogenario bailando en calzoncillo; una fotografía de Douglas Doucan que todavía me parece irreverente y divertida, sobre todo en una época amordazada y sombría como fue la postguerra. Mazarrón no contaba entonces con espacios expositivos. La única salida para un muchacho con el veneno del arte corriéndole las venas era coger el autobús y emprender un tedioso viaje (de infinitas paradas) a la “capital”, por una carretera plagada de baches y curvas. Acumulaba “pagas” y, una vez al mes, procuraba subir a Murcia a ver museos y galerías. Devoraba exposiciones buscando respuestas a mis inquietudes artísticas. Mis pintores fetiches entonces eran Picasso, Miró, Cézanne, Chagall y Matisse: todos tenían en común el dominio del color.

Ya estudiante universitario, en el 82, en la extinta Sala Municipal de Santa Isabel, naufragué sin remedio en la exposición Una luz velada. Seguía la pista de Mengual desde unos dibujos a tinta china que había visto en Al-Kara, pero fue la vitalidad del colorido de esta exposición la que me atrapó por completo. Estuve más de una hora en la sala, sume4rgiéndome en sus azules nocturnos, nadando entre amarillos vibrantes, rojos imposibles… Iba como un crío en la noche de Reyes, recitando en cada cuadro: “Qué bonito, qué bonito, qué bonito…” Al llegar a casa volqué las emociones sentidas en un cuaderno: “A veces el sol se obstina en salir a pesar de la lluvia; entonces se produce ese fenómeno maravilloso, casi mágico, que corona el horizonte con siete colores brillantes: es el tesoro secreto de la luz”.

Después de aquella exposición me convertí en adicto a su obra y en fan condicional. En cada nueva colección, Antonio renovaba fuerzas, energías, sinceridad de trazos, valentía, color… construyendo un lenguaje propio, cimentado desde el interior, que te atrapaba por completo. Cuando en los noventa tuve la fortuna de conocerle a través de unos amigos comunes, los pintores Ignacio García y Mercedes Molina-Niñirola, pude comprobar que su producción era fruto de un trabajo incansable, una reflexión continua, una honestidad y generosidad sin límites…  Mi admiración por su obra se extrapoló también hacia su persona.

En esa época empecé yo a exponer y a él le gustó una pieza de mi primera individual: un Hombre Pájaro, realizada en ladrillo manipulado, que ahora sueña con volar junto a su chimenea. Que el pintor de la luz quisiera intercambiar obra con un neófito como yo, fue toda una inyección de autoestima que me hizo seguir adelante. Al día siguiente fui a su estudio (no fuera que se arrepintiera) y me dijo que eligiera lo que quisiese. Me acerqué a los papeles pequeños y elegí uno que me gustaba. Él me dijo que no, que ése no, que formato por formato… y me llevó ante unos cuadros enormes de El otoño de las rosas. Yo no daba crédito a mi suerte y a su esplendidez. Opté por una acuarela maravillosa, de rojos conmovedores, que desde entonces se ha convertido en mi cuadro quita-pesares, por la obra y la historia que encierra.

Han pasado tres décadas desde entonces, y cada vez que Antonio me llama para mostrarme obra nueva, acudo expectante a su estudio. Y sus colores me susurran viajes, libros, poemas, leyendas, paisajes íntimos, músicas lejanas, desolaciones, esperanzas… pintura viva y vivida en la que el hombre y el pintor se dejan la piel. En Luz Herida hay cuadros que son un puñetazo de rabia sobre la mesa, y otros una caricia serena de la vida, representada a veces por una palmera (esa pequeña herbácea capaz de crecer en los ambientes más inhóspitos hasta convertirse en un ejemplar majestuoso), las ramas desnudas de un árbol, un paisaje agreste o una casa solitaria… la belleza amenazada por la codicia del hombre. Y siempre la luz, envolviéndolo todo, mostrando hasta sus más sutiles matices: el sol obstinándose en salir a pesar de la lluvia, revelando, a través de las pinceladas de Mengual, su más preciado secreto.

Blas Miras, artista

(Del catalogo de la exposición Luz Herida) 


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